sábado, 1 de agosto de 2009

El campamento

Eran como las diez de la mañana y yo venía en un taxi, quién sabe de dónde. Recuerdo que se aproximaba la semana santa y todo el mundo andaba haciendo planes para largarse de Lima. El taxista era un señor ya viejo, de esos que siempre andan muy alegres, como si hacer taxi fuera el nodamás de la vida. Me preguntó si yo ya tenía planeado algo, ya saben, un viaje, un campamento, lo que fuese. Le dije que no, que a mi lo que me gustaba era quedarme en la ciudad vacía. Ser una especie de guardia nocturno y andar de parque en parque, caminar sin rumbo con una botella en la mano, llegar hasta aquel faro del malecón y escuchar el mar.

- ¿No le gusta mucho la gente a usted, verdad hijo? - me preguntó.
- Sí me gusta - le dije - Pero cuando vienen de uno en uno.
Se rió de buena gana con una risa contagiosa.
Al dar vuelta en una esquina el sol cayó directamente sobre los periódicos que tenía sobre el tablero y el reflejo le dió en la cara. Tomó los periódicos, hizo un rollo con ellos y los metió al lado del freno de mano.
- Bueno ¿y usted que planes tiene? - le pregunté.
Se tomó su tiempo. Llenó los pulmones de aire y se acomodó en el asiento. Tenía uno de aquellos respaldares con decenas de bolitas de madera que le daban al viejo asiento de su auto un extraño aire de barata distinción.

- He comprado una carpa y voy a acampar con mi esposa y mis niños en el jardín de casa ¿Sabe? Nunca habíamos llevado a los chicos de campamento y bueno, tanto trabajo y trabajo, por fin me decidí a comprar la carpa y... bueno, supongo que vamos a pasar un fin de semana divertido.

Inmediatamente me puse a pensar en aquella carpa del aviso. La había visto hacía unos días en un panel afuera del supermercado. Muchos supermercados habían salido con la misma oferta. Ofrecían una carpa como cualquier otra carpa. Pero la oferta además incluía una bolsa de dormir y un pack de gaseosas de tres litros. Todo eso costaba nada más que cuarenta y nueve soles. Poco menos de lo que costaría cualquier carpa decente. Otro supermercado tenía la misma oferta pero cambiaba las gaseosas por veinticuatro botellitas de chicha morada Negrita.

Supongo que a lo mejor el viejo no había comprado la carpa de la oferta. A lo mejor tenía una carpa gigante de esas en las que se puede caminar cómodamente y que además tienen divisiones y bolsillos para todo tipo de cosas. A lo mejor tenía una carpa tan grande como un circo. Pero el hecho es que yo ya sólo podía pensar en aquel horrible pedazo de tela de cuarenta y nueve soles con la bolsa de dormir hecha de sacos de arroz y las dos gaseosas calientes tiradas sobre el jardín amarillento de su casa. Por la noche cuando los niños tuviesen ganas de ir al baño, entrarían a casa como cualquier otro día y vaciarían sus vejigas en el inodoro inmaculado para volver luego a la carpa instalada en su propio jardín, arrullados con el sonido de todos los otros autos que pasan volando por la avenidad hacia cualquier lugar muy lejos de allí.